sábado, 23 de agosto de 2014

¿Que lleva consigo la envidia?




La envidia, está emparentada con los celos y el odio. No se envidia lo que posee el envidiado, sino la imagen que el envidiado proyecta como poseedor del bien. La envidia revela una deficiencia de la persona que la experimenta. La tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, sino por un fracaso, por no haber conseguido. Es una relación de odio. Odio al envidiado por no poder ser como él. Odio también a sí mismo por ser como es. La envidia está muy relacionada con los celos, pero éstos implican una relación triangular –sujeto, objeto y rival-, mientras que la envidia es dual. El envidioso recela del otro porque, a su juicio, le opaca y le hace sombra.

A juicio de santo Tomás, el peor odio contra otro es a causa de la envidia, no de la ira: “el bien mismo del prójimo nos entristece y, por lo tanto, se nos hace odiable”, pues siempre se odian los motivos de la tristeza. Continúa el Aquinate: “Por la ira deseamos el mal del prójimo en cierta medida, es decir, bajo el concepto de venganza; mas por la continuidad de la envidia llega el hombre a desear en absoluto el mal del prójimo.Resulta pues claramente que el odio es causado formalmente por la envidia según la naturaleza del objeto, y por la ira sólo dispositiva mente. El paso de la envidia al odio es sutil y frágil, casi imperceptible. El ingrediente ya lo había señalado Platón en el Filebo: al envidioso le parecen injustos el triunfo, la salud, la riqueza, la virtud, la honra o lo que sea del envidiado. Por eso afirma Sócrates que dolerse de la desgracia ajena es una injusticia y que, en algunos, los llamados fuertes, desemboca en odio. Aristóteles completa el argumento, recuperado más tarde por Tomás de Aquino, cuando explica que la envidia se siente frente a los iguales o semejantes, en la medida en que se van alejando de nosotros. Dicho con otras palabras, difícilmente se experimenta la envidia con los superiores; aparece cuando alguien igual a uno comienza a ascender hacia el éxito: “la envidia es un pesar turbador que concierne al éxito, pero no del que no lo merece, sino del que es nuestro igual o semejante”. Y en otro lugar asegura que “envidiamos a quienes nos son próximos en el tiempo, lugar, edad y fama”. Poco después insiste: “la envidia consiste en cierto pesar relativo a nuestros iguales por su manifiesto éxito en los bienes citados, y no con el fin de obtener uno algún provecho, sino a causa de aquéllos mismos. En consecuencia se sentirá envidia de quienes son nuestros iguales o así aparecen”.

Aristóteles señala un nuevo tipo de envidia cuando dice que “también son envidiosos los que poco les falta para tenerlo todo, ya que piensan que todos quieren arrebatarles lo que es suyo”. Esta modalidad es típica entre los hombres de acción y de política, especialmente entre los tiranos o dominadores. Como se ha constatado a lo largo de los siglos, este sentimiento degenera en odios que se consumen con terribles injusticias.

Unamuno ha dejado una magnífica descripción de los sentimientos revueltos y revoltosos de un hombre atormentado por la envidia. En su novela Abel Sánchez, cuando Joaquín nota que la relación entre Abel y Helena iba ya muy avanzada y cuando todo hacía presagiar que una boda, escribe Joaquín en su Confesión: “Pasé una noche horrible, volviéndome a un lado y otro de la cama, mordiendo a ratos la almohada, levantándome a beber agua del jarro del lavabo. Tuve fiebre. A ratos me amodorraba en sueños acerbos. Pensaba matarles y urdía mentalmente, como si se tratase de un drama o de una novela que iba componiendo, los detalles de mi sangrienta venganza, y tramaba diálogos con ellos. Parecíame que Helena había querido afrentarme y nada más, que había enamorado a Abel por menosprecio a mí, pero que no podía, montón de carne al espejo, querer a nadie. Ya la deseaba más que nunca y con más furia que nunca. En alguna de las interminables modorras de aquella noche me soñé poseyéndola y junto al cuerpo frío e inerte de Abel. Fue una tempestad de malos deseos, de cóleras, de apetitos sucios, de rabia. Con el día y el cansancio de tanto sufrir volvióme la reflexión, comprendí que no tenía derecho alguno a Helena, pero empecé a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su mesa y con su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida” (Abel Sánchez. Una historia de pasión, pp. 27-28). Otro pasaje digno de mención en este lugar es “La intrusa” de Jorge Luis Borges, cuento que recogió en El informe de Brodie. En ese cuento, la envidia mezclada con los celos sí acaba en asesinato.

En ocasiones con una faz distorsionada, en otras descarada y desnuda, la envidia está metida en la esfera pública hasta los tuétanos. El resentimiento y el racismo son los rostros de la envidia social. Quizá valga la pena recordar en tiempos de guerra las palabras del profesor Martí: “Parece estar de moda el catastrofismo: se comentan más los dolores que las alegrías; porque tal vez la audiencia de la queja provoque menos envidias, que la manifestación de las alegrías.

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